28 de julio de 2012

Palabras que nunca fueron.


Llevan así varios meses y Mario no sabe qué más puede hacer para acabar con las dudas de Isabel. Hoy han vuelto a discutir. Son las ocho de la tarde y sale de casa de ella agotado, cómo si hubiese pasado horas cavando en un túnel sin fin. Le duele la cabeza y hasta le pesan los brazos. Camina con paso lento y abotargado, la mirada clavada en el horizonte.

“Qué apetecible se avecinaba la tarde”, piensa Mario. Él pretendía tomar un té y conversar animadamente en el sofá, quizás ver una película o preparar juntos la cena, cualquiera de las cosas que hacen las parejas normales.

Sigue andando calle abajo, tuerce una esquina y empieza a deambular sin rumbo aparente. El calor que desprende el asfalto le resulta tan sofocante como la carga de sus pensamientos. “Cada encuentro, un desencuentro”. Mario baja la mirada sin dejar de caminar. “Cada palabra, un malentendido”. Agacha la cabeza y aminora el paso. “Cada gesto... ¿Quizás un con un gesto?”. Se para en seco y se sienta en el peldaño de un portal cualquiera. “No, eso también lo he intentado”. Se lleva las manos a la cara y suspira abatido. Se lamenta porque no sirven las flores, ni los poemas, y son inútiles las veladas íntimas en los restaurantes favoritos de ella. Mario nunca acierta. Ahora cree que nada de lo que diga o haga será suficiente, y empieza a pensar que tal vez él no es suficiente. Apoya la espalda en el portal sin reparar en el hecho de que si alguien abre la puerta caerá de espaldas sin remedio. Cierra los ojos y recuerda que Isabel no era así al principio. Entonces los encuentros con ella eran agradables. Si paseaban por el parque, ella se mostraba relajada. Cuando salían a bailar, parecía divertida. Hubiese jurado que disfrutaba de su relación tanto como él. “Antes ella parecía sentir, ahora sólo piensa”. Mario nunca sabe cuándo estallara la tormenta. Ultimamente termina tan harto de sus propios argumentos, tan exhausto de sus inútiles intercambios dialécticos, que a veces, cuando está con ella, sólo quiere echarse en la cama y dormir, y al despertar, descubrir que Isabel ya no está. De pronto se sobresalta, como si sus propios pensamientos le pillaran por sorpresa. Se frota los ojos y se levanta para emprender la marcha de nuevo. Tiene sed. “Lo mejor será volver a casa en metro”. Ya no soporta el calor.

Consigue asiento en un vagón medio lleno de la línea tres. El aire acondicionado le ha dado un respiro, y de alguna manera, se siente mejor. Saca un libro de su mochila e intenta leer. Imposible concentrarse. Alza la vista por encima del libro y repara en una pareja sentada enfrente de él. Ella juega de manera inconsciente con un anillo que lleva en el dedo anular de la mano derecha. Quiere escuchar lo que dicen, pero se siente como un cotilla, así que vuelve a fijar la mirada en el libro para disimular. Intenta imaginarse a Isabel con un anillo como el que lleva la chica... “No, imposible”. Mario piensa que es un estúpido, cómo ha podido considerar siquiera la opción de pedirle matrimonio... “¿Qué diría ella?” Vuelve a considerarlo. Se pregunta si no sería esa la prueba irrefutable de su amor para ella. De repente suelta una risotada tan fuerte que llama la atención de varios viajeros que le miran confusos. Se vuelve a esconder detrás del libro.

Por fin está en su barrio. Decide entrar a la tienda de la esquina a comprar algo para cenar. Durante buena parte de la tarde ha tenido un malestar en el estómago que no le dejaba pensar en comida, pero ahora vuelve a tener hambre. Cuando llega a casa el piloto verde intermitente del teléfono le indica que alguien ha llamado mientras estaba fuera. Siente un gran alivio al ver que la persona que ha llamado ha sido su hermana. Hace semanas que no habla con ella. Deja la bolsa de comida en la cocina y corre a devolver la llamada. Se vuelve a olvidar del hambre. Mario pasa más de una hora al teléfono con su hermana, y cuando cuelga, se va derecho a la cama, y sin quitarse la ropa se deja caer rendido y duerme hasta el día siguiente.

Se despierta despejado y de buen humor. Ha tomado una decisión. Piensa en citar a Isabel para comer, pero se decide por un paseo por El Retiro, donde estarán menos expuestos. Se ducha, se viste rápido y sale de casa a toda prisa, bajando los escalones de dos en dos. Llega al parque una hora antes de su cita, con tiempo de sobra para repasar mentalmente lo que le dirá a ella cuando la vea. Da una vuelta al lago y finalmente decide entrar al Palacio de Cristal donde ha quedado con ella. Los rayos del sol traspasa los muros de cristal dotando la estancia de una claridad casi cegadora. Sus ojos tardan unos segundos en ajustarse a la gran cantidad de luz de la sala, y de pronto reparan en Isabel, que también ha llegado antes de tiempo. Lleva un vestido rojo por encima de la rodilla y el pelo suelto. “Está bellísima”. Duda. Ella se gira y se acerca lentamente. Está confuso. Ella le sonríe mientras camina hacia él. Está casi abatido. Al llegar a su altura Isabel le da un beso en la mejilla. Algo va mal, tiene el tiempo justo para reponerse antes de que ella rompa el silencio. Tiene un plan. Tiene un buen plan. Sólo tiene que volver a encontrar el coraje y dejar salir las palabras, tal y como había estado ensayando. Abre la boca para hablar, pero ella se adelanta por una centésima de segundo...

"Mario, lo nuestro no funciona. Tenemos que dejarlo".

Se queda allí de pie con la boca abierta, las manos apretadas dentro de los bolsillos y el discurso que nunca dirá martilleando fuerte su cabeza. Palabras que nunca fueron.

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