26 de febrero de 2012

Adiestrador

Allí dejamos al pequeño mequetrefe. Se quedó como si nada, para mi que no entendía muy bien qué estaba pasando. En realidad estaba en su salsa, campo para correr y perros con los que jugar, y a los que acosar de vez en cuando. Por la noche llamé a Javier para preguntarle qué tal estaba. Me dijo que se había comido toda la cena, signo indiscutible de que estaba bien, porque normalmente el primer día ninguno prueba bocado. El mío está hecho de otro pasta. Ahora sólo falta que algún macho más chulo que él le lea la cartilla, y así deje de creerse invencible. Nunca pensé que le echaría tanto de menos. Espero que no vuelva muy magullado.


6 de febrero de 2012

Miradas insostenibles

El salón está lleno de gente borracha que bebe y baila como si hiciese años que no sale de casa. Yo he llegado tarde pero tengo la firme intención de ponerme a la altura del resto de los invitados para hacer la noche más llevadera. Nunca seré el alma de la fiesta pero nada me impide servirme una copa e intentar mezclarme en el ambiente. Al fin y al cabo es la mejor manera de pasar desapercibida. Cuando entro en la cocina ellos están tan inmersos en su conversación que ni siquiera se percatan de mi presencia. Saludo. Me miran. Ambos hacen un movimiento de barbilla que indica que me han visto, pero enseguida vuelven a lo suyo. Mejor para mi. Ellos fingen que no estoy, yo finjo que no les oigo. Pero lo hago. Les escucho y les espío, y más tarde, cuando vuelvo a mi apartamento me siento delante del portátil e intento reproducir la conversación que he robado. Faltan cosas. Las intuyo, las invento, corto y pego, y esto es lo que sale de mis dedos.

- No soples tan fuerte, Cooper, que mis castillos son de naipes.

- Tal vez ese sea el problema, que vives a base de castillos de naipes, construyendo ilusiones que se sustentan en la fantasía y el autoengaño, soñando despierta.

- A lo mejor esa es la clase de estúpida que soy. Esas ensoñaciones me ayudan a seguir adelante, no los grandes proyectos, ni las grandes expectativas, al final del día, las pequeñas fantasías cotidianas son las que me hacen suspirar y sonreír. A veces lo que más me ayuda es pensar en ti-.
Por un momento Anthea cree que se le van a llenar los ojos de lágrimas, pero consigue reprimirlas. Ha sido demasiado impulsiva confesando que a menudo pensaba en él. Además, lo ha soltado cómo una bomba. Durante las centésimas de segundo que transcurren antes de la réplica de él teme lo peor. Llorar ahora sería devastador.

- ¿Pensar en mi te ayuda a pasar el día?-. Cooper no le da tregua. Se pone a la defensiva y ni siquiera sabe por qué. Más tarde, cuando esté solo, supondrá que lo ha hecho por inercia. Le ha ayudado mucho en los últimos meses, tal vez años, adoptar esta postura; la opuesta. Anthea finge que hay algo entre ellos, él finge que no pasa nada. Cada uno defiende lo suyo.

- Sí, pensar en ti me ayuda a evadirme de la realidad.

Esta vez no hay respuesta verbal por parte de él. Se limita a mirarla a los ojos, pero entonces ella se lo piensa mejor y aparta la mirada. Ambos bajan las cabezas y vuelven a la fiesta como si no hubiese pasado nada. Cada uno por su parte.

Una vez en casa Anthea se sintió aliviada por no haber confesado nada más. Pensar que algún día pudiese tener el valor de decirle a explícitamente a Cooper cuanto le deseaba y que él pudiese reaccionar de manera fría e indiferente le encogía el estómago. Por suerte no había sido tan inconsciente como para exponerse a un rechazo prematuro. No saber esperar ya le había jugado malas pasadas anteriormente, y esta vez no quería fastidiarla. Sabía pronto le volvería a ver y su conversación marcharía por un camino totalmente distinto, uno mucho más aséptico en el que ambos se sentirían seguros.

Esa noche no pudo a conciliar el sueño hasta bien pasada la medianoche. Pensaba, reflexionaba sobre lo poco que tenían, sobre el atisbo de un vínculo que empezaba a entretejerse con una madeja frágil y precavida. A ratos imaginaba que eran realidad las cosas que habitualmente le confesaba en sueños, pero pronto se obligaba a parar en seco y a echar mano de la razón para poner un límite a tanta fantasía. Lo hacía por miedo a volver a perder la cabeza, y que todo aquel galimatías emocional se convirtiese en un círculo vicioso del que no había posibilidad de salir ilesa.

Hay miradas que son distintas, transparentes. Miradas que anuncian algo tan maravilloso que una casi no se atreve a sostenerlas, por temor a mirar demasiado hondo y perderse en ellas. Por miedo a que cuando los ojos se alejen, el anhelo se desvanezca, y sólo quede el rastro de una vana ilusión. 

A veces da miedo soñar despierta, porque hay sueños que evocan una situación tan deseada que la vuelta a la realidad se anticipa insoportable. Por eso cuando Cooper miró a los ojos a Anthea ella apartó la mirada. La sola idea de hacer una mala interpretación le parecía angustiosa. No quería siquiera pensar el la posibilidad de intuir pasión donde sólo había ternura, de entender ternura donde sólo había empatía, de percibir empatía donde sólo había pena...

5 de febrero de 2012

Cenicienta ignífuga

Cenicienta, por una mezcla de pereza y cansancio, se quedó dormida y se olvidó de abandonar el baile antes de las doce. Al sonar la última campanada, su vestido empezó a arder por combustión espontánea. Castigo divino. Afortunadamente su piel, que había sido un regalo de su padre por su dieciocho cumpleaños, era ignífuga. Tuvo el tiempo justo de quitarse el vestido y arrojarlo a una fuente cercana, evitando así que se produjese un incendio en palacio. Su cuerpo desnudo quedó expuesto ante todos los presentes, que la miraban con una mezcla de perplejidad, incredulidad y confusión. Entonces el príncipe (por ser un poco fiel a la historia original) se acercó y la cubrió con su capa. La agarró de la mano y la sacó de allí de inmediato. La subió en su Corvette y condujo sin rumbo durante lo que le pareció ser un tiempo interminable. El pobre chico intentaba encontrar algún sentido a lo que acababa de suceder. Después de aproximadamente dos horas, Cenicienta, que también había quedado petrificada por los acontecimientos de la noche, se atrevió a musitar algo. -Lo siento, debes de estar muy sorprendido- dijo con voz culpable. -No sé si sorprendido es suficiente par definir el estado en que me encuentro ahora mismo. Digamos más bien, que lo estoy flipando- contestó el príncipe. Cenicienta suspiró profundamente, como quien está a punto de desvelar un secreto que jamás pensó revelaría a nadie, ni siquiera a su príncipe azul. Con voz afectada pero firme se dispuso a relatar cómo, cuando lloraba desconsoladamente en su habitación por no poder ir al baile, su supuesta Hada Madrina -esa enana bastarda a la que pensaba exterminar en cuanto se la echase a la cara- había aparecido tras una masa de humo fucsia que apestaba a algodón dulce. Aquella señora le había prometido que podría ir al baile, y sólo había puesto dos condiciones: 1) tendría que estar de vuelta antes de las doce de la noche, cuando sonase la última campanada, y 2) tendría que ir caminando, porque en el Ministerio de las Hadas estaban de recortes y ya no le quedaba presupuesto para convertir la calabaza en carruaje. Cenicienta, que era una entusiasta, aceptó encantada. Pero cuando llegó al castillo tenía los pies molidos de tanto caminar. Le daba pereza ir a saludar al príncipe, así que decidió sentarse a descansar en un cómodo tresillo tipo London. De inmediato se quedó dormida. Cuando sonó la primera de las doce campanadas se despertó sobresaltada y confusa. Por fin reaccionó y entendió donde estaba, pero ya era demasiado tarde. Lo siguiente que recuerda es ver como su vestido se incendiaba sin previo aviso. Nunca pensó que su piel nueva iba a ser de utilidad algún día. Enseguida comprendió que aquel era su castigo por no haber cumplido la primera condición del Hada Podrida. Por suerte el príncipe se había compadecido de ella, y la había rescatado de aquella pesadilla. Ahora ambos intentaban recuperarse del shock de una noche que tardarían mucho en olvidar. FIN.