26 de diciembre de 2012

Perdida en el mundo real

Alicia se ha perdido en el mundo real, el de las responsabilidades y malos humores. Parece que unas flores intentan ayudarla a encontrar el camino de vuelta a Wonderland. Pero antes, deberá superar unas cuantas inconveniencias, enfrentarse a una crisis y derrotar a los mezquinos.

Pronto estará de vuelta.

¡Nos vemos en Wonderland!




                                                                              Música para el camino 




10 de septiembre de 2012

El día que murió Kennedy

La secretaria de la Escuela de Arte llamó a la puerta del aula, interrumpiendo así una tediosa explicación sobre arte sumerio. Pidió permiso para entrar y caminó con sigilo hasta la tarima, con la cabeza agachada, consciente de que era el centro de atención de todas las miradas. Se acercó al profesor y le susurró algo al oído. Yo estaba sentada en la primera fila y creí distinguir mi nombre entre los susurros. En ese mismo instante el Profesor Logan dirigió su mirada hacia mi y sentí como un escalofrío me recorría todo el cuerpo, de pies a cabeza. Hizo un gesto indicando que me acercara. Las manos comenzaron a temblarme.

    −Señorita Parker, acompañe a la Señora Bolton al despacho de la directora en el edificio principal, por favor −dijo con voz firme mirándome a los ojos. Debió intuir algo parecido a la angustia en mi mirada porque acto seguido posó su mano sobre mi hombro y añadió: −Tiene una llamada de su padre. Está a la espera. La acompaño.

El campus de la Universidad de Dallas era bastante pequeño por aquel entonces. Caminé apenas trescientos metros para llegar al edificio principal, siguiendo el ritmo marcial que imponía la secretaria. Llegué visiblemente preocupada al despacho de la señora Howard, que me estaba esperando. Me miró con ojos compasivos y me tendió una mano delgada con la manicura perfecta. La estreche. Me pidió que me sentara, y así lo hice. Entonces me cedió el auricular del teléfono para que contestara. Le di las gracias, lo agarré y con un nudo en la garganta dije: “¿Papá?” 

Las instrucciones de mi padre fueron claras: “Ven inmediatamente al Parkland Hospital. Mamá ha empeorado.” Su voz sonaba áspera y cansada. Colgó sin despedirse. Me quedé completamente inmóvil y los ojos empezaron a llenárseme de lágrimas. Tuve que hacer un gran esfuerzo para no derrumbarme delante de la directora.

    −Lo siento querida −dijo ella como si ya conociese la noticia− ¿Piensas conducir hasta el hospital?
   
La miré confusa, ¿cómo si no pensaba que llegase hasta allí? La cabeza me daba vueltas.

    −Pregunto porque es posible que encuentres hoy más tráfico del habitual, y puede que algunas calles estén cortadas por el desfile −dijo como queriendo aclarar el motivo de su pregunta−. El Presidente acaba de aterrizar, lo han dicho por la radio.

No le conteste. Todavía tenía la mirada clavada en el aparato telefónico. Entonces reparé en un pequeño calendario que reposaba sobre la mesa. Cómo podía haberme olvidado del acontecimiento del año en Dallas. La visita del Presidente Kennedy había sido el centro de todas las conversaciones en las últimas semanas. Hice un esfuerzo por recordar el itinerario que seguiría la comitiva presidencial, que hasta había sido publicado en algunos periódicos. Barajé mis opciones y por fin rompí el silencio.

     −Creo que iré por la autopista John Carpenter, como siempre, está en sentido opuesto al aeropuerto.
   
Me despedí de la directora Howard y corrí hasta el aparcamiento. La angustia se empezaba a apoderar de mi estómago, retorciéndolo despiadadamente. Me subí en el imponente Chevrolet Impala rojo de mi madre, arranqué a toda prisa, y empecé a conducir a contrarreloj en el peor día de todos, obsesionada por llegar a tiempo.

Hacía siete meses que le habían diagnosticado un cáncer de mama. Tras la operación nuestras vidas se habían convertido en un constante deambular entre el hospital y mi casa. Las sesiones de quimioterapia comenzaron de inmediato y la fueron debilitando paulatinamente. Los efectos secundarios eran terribles. Recuerdo que los primeros días estaba muy asustada. No dejaba de preguntarle a mi padre si mamá se pondría bien. Él a veces contestaba animado, “claro que se pondrá bien”. Otras decía con resignación, “eso espero”. Otras ni siquiera me respondía.

Pasábamos las noches en vela. Mi padre la acompañaba para ir al baño, le llevaba las medicinas y estaba pendiente de cualquier cosa que ella necesitara. Yo me retorcía de un lado a otro de la cama, ahogando los llantos con la almohada para que no me escucharan, sintiéndome inútil y desgraciada. Por las mañanas él se iba al trabajo agotado, con ojeras cada vez más profundas que yo temía se hicieran imborrables. Entonces me arrastraba hasta la cocina para preparar café mientras esperaba a Lucy, la enfermera que habíamos contratado para que se hiciera cargo de mamá por las mañanas. Cuando ella llegaba me subía en el Impala y conducía como un zombie hasta la Universidad. Mi madre había insistido en que usara su coche mientras ella estuviese indispuesta. Eso había dicho, “indispuesta”; y había recalcado con una sonrisa que era un préstamo hasta que ella se encontrase mejor. Al principio tuve reparos, me parecía demasiado ostentoso, pero no quise arriesgarme a disgustarla, así que accedí, y no tardé demasiado en acostumbrarme a él y a las miradas que suscitaba cada mañana cuando lo dejaba en el aparcamiento de la Escuela de Arte.

No tenía ni la menor idea de cómo se las arreglaba mi padre para sobrevivir en su trabajo a diario, pero mi rendimiento académico era pésimo. A duras penas conseguía mantenerme despierta, y me costaba horrores concentrarme en las explicaciones de los profesores. Mi madre decía que nos estábamos convirtiendo en cadáveres andantes y resolvió instalarse en el cuarto de invitados, donde había dos camas. Mi padre y yo haríamos turnos por las noches en la cama junto a la suya, y así podríamos descansar de vez en cuando.

Confieso que inicialmente tenía reparos, y sin embargo aquella probó ser la mejor solución. Las noches que hacía guardia me sentía útil. Me desenvolvía con soltura, cuidando de mi madre como “la mejor enfermera del mundo”. Así me llamaba ella. Cuando se encontraba mejor me tumbaba en su cama y charlábamos, de mis estudios, de los chicos, de la vida. Incluso alguna vez comentamos la inminente visita del Presidente Kennedy, y ambas especulamos sobre qué ropa llevaría Jackie. Algunas veces le leía un libro, y otras ponía sus discos favoritos en el pick up que mi padre había instalado en una butaca.

Una tarde volví temprano de la Universidad pero no encontré a nadie en casa. Una nota en la mesa de la cocina me pedía que fuese al Hospital Parkland lo antes posible. Llegué justo en el momento en que dos médicos salían de la habitación. Mi madre estaba entubada y sedada. Mi padre me cogió por el brazo y me sacó al pasillo. “Parece que el cáncer se extiende. No sabemos cuanto tiempo va a durar. De momento está estable, pero no la podemos llevar a casa”. No sé de dónde sacó fuerzas para decirme aquellas palabras. No sé de dónde las saqué yo para mantenerme en pie. Nos quedamos un rato abrazados, yo mojándole la solapa de la chaqueta con mis lágrimas.

Ya estaba de camino. Circulé por la autopista John Carpenter con normalidad, sin embargo en la calle Stemmons el tráfico se hizo más denso. Me desvié para tomar la salida hacia Mockingbird Lane y allí encontré el primer atasco. Aquello era un auténtico atolladero. Era casi la una del mediodía y a penas había recorrido unos metros. Necesitaba salir de allí. Mi paciencia se agotó y di un golpe seco en el salpicadero con el puño. Quería ver a mi madre. Apoyé la cabeza en el volante y empecé a llorar. Otra vez.

Alcé la vista y observé con alivio cómo los coches delante del mío comenzaban a moverse. Entonces giré en el bulevar Harry Hines para probar suerte. No la tuve. Otro atasco. Era como si de repente todos los accesos posibles al hospital estuvieses cortados. Las calles de Dallas eran un auténtico caos. Cuando calculé que estaba lo suficientemente cerca del hospital como para ir andando, aparqué y empecé a correr bulevar abajo. Me acerqué sin aliento a un agente de policía y le pregunté cómo podía acceder al Parkland Hospital. Me miró perplejo, cómo si estuviese pidiendo la cosa más disparatada del mundo.

    −Señorita, es imposible entrar allí ahora. ¿Es que no ha oído las noticias?

De qué demonios me hablaba aquel hombre. Sabía que la ciudad un estaba patas arriba por el desfile, pero no entendía que tenía que ver el hospital en todo aquello.

    −Llevo casi dos horas metida en el coche, de atasco en atasco. No he puesto la radio, no sé a qué noticias se refiere− le respondí enojada.

    −Alguien ha disparado al presidente Kennedy. Ahora está en el Parkland. Han restringido los accesos.

    −Mire, agente −le dije sin inmutarme, con voz grave y directa− yo tengo que entrar allí como sea. Mi madre está hospitalizada y su estado es muy crítico. Temo que para cuando yo llegue sea ya demasiado tarde.

El policía me miró a los ojos sin decir nada, como sopesando el grado de veracidad de lo que acababa de escuchar. Yo estaba otra vez al borde de las lágrimas. Finalmente se ofreció a acompañarme y me dirigió a través la multitud que se aglomeraba en los alrededores del hospital. Policías, periodistas, curiosos. Más policías. No sé cómo pero conseguimos llegar hasta la entrada de urgencias. El agente se acercó a un compañero, y este último me escoltó por los pasillos llenos de médicos y enfermeras hasta la recepción. Empecé a hablar de manera aturrullada.

    −Soy Alice Parker. Vengo a ver a Geraldine Parker. Mi madre. Mi padre ya está arriba. Habitación doscientos cuarenta y seis.

La recepcionista hizo las comprobaciones oportunas en su registro. Anotó mi nombre y la hora de llegada. Le dijo al policía que todo estaba correcto y este se marchó dándome las buenas tardes.

La puerta de la habitación estaba cerrada. Entré despacio. Sin llamar. Por unos segundos la tranquilidad que allí dentro se respiraba me resultó reconfortante. Mi padre estaba sentado en un taburete a los pies de la cama con la cabeza apoyada en las piernas de mi madre. Sujetaba la mano de ella entre las suyas. De pronto reparé en que ya no estaba entubada. No había vías ni cables que la mantuvieran aferrada a este mundo. Respiraba lentamente. En paz. Posiblemente por los efectos de la morfina. Me senté al borde de la cama, en el lado opuesto a mi padre. Le acaricié la cara y ella abrió los ojos. Le dije “te quiero mama”. Me sonrió. Nos sonreímos. Cerró los ojos. Se fue.

Aquel viernes, a la misma hora, en el mismo lugar, se declaraba oficialmente la muerte del Presidente Kennedy, pero para mi, pasó totalmente desapercibida.

28 de julio de 2012

Palabras que nunca fueron.


Llevan así varios meses y Mario no sabe qué más puede hacer para acabar con las dudas de Isabel. Hoy han vuelto a discutir. Son las ocho de la tarde y sale de casa de ella agotado, cómo si hubiese pasado horas cavando en un túnel sin fin. Le duele la cabeza y hasta le pesan los brazos. Camina con paso lento y abotargado, la mirada clavada en el horizonte.

“Qué apetecible se avecinaba la tarde”, piensa Mario. Él pretendía tomar un té y conversar animadamente en el sofá, quizás ver una película o preparar juntos la cena, cualquiera de las cosas que hacen las parejas normales.

Sigue andando calle abajo, tuerce una esquina y empieza a deambular sin rumbo aparente. El calor que desprende el asfalto le resulta tan sofocante como la carga de sus pensamientos. “Cada encuentro, un desencuentro”. Mario baja la mirada sin dejar de caminar. “Cada palabra, un malentendido”. Agacha la cabeza y aminora el paso. “Cada gesto... ¿Quizás un con un gesto?”. Se para en seco y se sienta en el peldaño de un portal cualquiera. “No, eso también lo he intentado”. Se lleva las manos a la cara y suspira abatido. Se lamenta porque no sirven las flores, ni los poemas, y son inútiles las veladas íntimas en los restaurantes favoritos de ella. Mario nunca acierta. Ahora cree que nada de lo que diga o haga será suficiente, y empieza a pensar que tal vez él no es suficiente. Apoya la espalda en el portal sin reparar en el hecho de que si alguien abre la puerta caerá de espaldas sin remedio. Cierra los ojos y recuerda que Isabel no era así al principio. Entonces los encuentros con ella eran agradables. Si paseaban por el parque, ella se mostraba relajada. Cuando salían a bailar, parecía divertida. Hubiese jurado que disfrutaba de su relación tanto como él. “Antes ella parecía sentir, ahora sólo piensa”. Mario nunca sabe cuándo estallara la tormenta. Ultimamente termina tan harto de sus propios argumentos, tan exhausto de sus inútiles intercambios dialécticos, que a veces, cuando está con ella, sólo quiere echarse en la cama y dormir, y al despertar, descubrir que Isabel ya no está. De pronto se sobresalta, como si sus propios pensamientos le pillaran por sorpresa. Se frota los ojos y se levanta para emprender la marcha de nuevo. Tiene sed. “Lo mejor será volver a casa en metro”. Ya no soporta el calor.

Consigue asiento en un vagón medio lleno de la línea tres. El aire acondicionado le ha dado un respiro, y de alguna manera, se siente mejor. Saca un libro de su mochila e intenta leer. Imposible concentrarse. Alza la vista por encima del libro y repara en una pareja sentada enfrente de él. Ella juega de manera inconsciente con un anillo que lleva en el dedo anular de la mano derecha. Quiere escuchar lo que dicen, pero se siente como un cotilla, así que vuelve a fijar la mirada en el libro para disimular. Intenta imaginarse a Isabel con un anillo como el que lleva la chica... “No, imposible”. Mario piensa que es un estúpido, cómo ha podido considerar siquiera la opción de pedirle matrimonio... “¿Qué diría ella?” Vuelve a considerarlo. Se pregunta si no sería esa la prueba irrefutable de su amor para ella. De repente suelta una risotada tan fuerte que llama la atención de varios viajeros que le miran confusos. Se vuelve a esconder detrás del libro.

Por fin está en su barrio. Decide entrar a la tienda de la esquina a comprar algo para cenar. Durante buena parte de la tarde ha tenido un malestar en el estómago que no le dejaba pensar en comida, pero ahora vuelve a tener hambre. Cuando llega a casa el piloto verde intermitente del teléfono le indica que alguien ha llamado mientras estaba fuera. Siente un gran alivio al ver que la persona que ha llamado ha sido su hermana. Hace semanas que no habla con ella. Deja la bolsa de comida en la cocina y corre a devolver la llamada. Se vuelve a olvidar del hambre. Mario pasa más de una hora al teléfono con su hermana, y cuando cuelga, se va derecho a la cama, y sin quitarse la ropa se deja caer rendido y duerme hasta el día siguiente.

Se despierta despejado y de buen humor. Ha tomado una decisión. Piensa en citar a Isabel para comer, pero se decide por un paseo por El Retiro, donde estarán menos expuestos. Se ducha, se viste rápido y sale de casa a toda prisa, bajando los escalones de dos en dos. Llega al parque una hora antes de su cita, con tiempo de sobra para repasar mentalmente lo que le dirá a ella cuando la vea. Da una vuelta al lago y finalmente decide entrar al Palacio de Cristal donde ha quedado con ella. Los rayos del sol traspasa los muros de cristal dotando la estancia de una claridad casi cegadora. Sus ojos tardan unos segundos en ajustarse a la gran cantidad de luz de la sala, y de pronto reparan en Isabel, que también ha llegado antes de tiempo. Lleva un vestido rojo por encima de la rodilla y el pelo suelto. “Está bellísima”. Duda. Ella se gira y se acerca lentamente. Está confuso. Ella le sonríe mientras camina hacia él. Está casi abatido. Al llegar a su altura Isabel le da un beso en la mejilla. Algo va mal, tiene el tiempo justo para reponerse antes de que ella rompa el silencio. Tiene un plan. Tiene un buen plan. Sólo tiene que volver a encontrar el coraje y dejar salir las palabras, tal y como había estado ensayando. Abre la boca para hablar, pero ella se adelanta por una centésima de segundo...

"Mario, lo nuestro no funciona. Tenemos que dejarlo".

Se queda allí de pie con la boca abierta, las manos apretadas dentro de los bolsillos y el discurso que nunca dirá martilleando fuerte su cabeza. Palabras que nunca fueron.

13 de julio de 2012

Honeywell C-180-D

Cómo me iba a imaginar yo la que se me avecinaba aquella mañana de verano allá por el año setenta y seis. Recuerdo que me desperté de buen humor porque mi marido por fin se había decidido a comprar un ventilador de los caros, y hacía ya unas cuantas noches que dormíamos a pierna suelta. Al principio me dio un poco de pena por los dos niños, que se quedaron sin ventilador porque Ricardo había dicho que no teníamos dinero para comprar dos, y que total, él había crecido sin ventiladores y a la vista estaba que no se había muerto. En fin, que mi marido siempre ha tenido las cosas muy claras y no se le ablanda el corazón con facilidad. Cuando llegaba el medio día, el calor empezaba a apretar y mi marido se iba al trabajo, yo me llevaba el “oneigüel” al salón (se escribía Honeywell, pero entonces no se estudiaba mucho inglés y ninguno sabíamos cómo pronunciarlo) y los tres, Pablo, Manuel y yo, pasábamos la mañana divinamente, paseándonos de cuando en cuando por delante del chorro de aire para refrescarnos. Pero cuando llegaba la noche su padre se lo volvía a llevar al dormitorio, y yo me sentía muy culpable porque los niños no tenían uno como el nuestro, y daba vueltas en la cama hasta que me dormía y ya no pensaba en nada.

No hacía ni dos días que teníamos aquel aparato cuando se empezó a correr la voz por el edificio, todas las vecinas querían venir de visita para probar el ventilador, y se volvían a sus casas encantadas de la vida, deseando contarle a sus maridos, a ver si los convencían para que comprasen uno igual. Un día bajó Doña Josefina, la del tercero izquierda, con un lápiz y un papel para apuntar bien la marca y no confundirse cuando fuese a la tienda a pedir el mismo. Como ella era tan maniática, no se conformó con escribir el nombre, sino que quiso que le enseñase la caja para asegurarse bien de que compraba el modelo adecuado. Y yo, por no darle un disgusto a la mujer, agarré la escalera y me subí al altillo en busca de la caja. Los niños sujetaban la escalera para que no me cayese, pero yo, torpe como soy, al intentar darle la caja a Pablo desde lo alto, me tambaleé y la caja salió volando por los aires y fue a parar a la cabeza de Doña Josefina, que andaba por allí pendiente del espectáculo.

¡Uy, por Dios, Conchita, hija, qué susto! ¡Y qué golpe! -gritó la pobre mujer, y yo sofocada, bajé de la escalera como una flecha y fui a comprobar que no le había hecho nada.

Ay, Doña Josefina, cómo lo siento, mire que soy torpe. Anda, siéntese en el salón que con el airecito del ventilador seguro que enseguida se la pasa el susto. Voy a la cocina a traerle un vaso de agua. 

Me fui rápidamente a la cocina a por el agua. Con todo el jaleo no me había dado cuenta que al caerse la caja, habían salido despedidos un par de folletos que los niños habían recogido del suelo. Volví al salón y escuché como los chicos se los leían a la vecina, que seguía empeñada en informarse a fondo sobre el dichoso ventilador.

Aquí dice que el ventilador “oneigüel” es un aparato moderno de primera categoría que cambiará la vida de toda la familia. Gracias a sus potentes aspas genera una corriente de aire fresco capaz de refrigerar inmediatamente una habitación de tamaño mediano. -Recuerdo que me sentí orgullosa de lo bien que leía Pablo, que ya tenía ocho años. Entonces miré al pequeño, que esperaba turno con su papel en la mano.

¿Y qué dice tu folleto, Manu? -Al ver que me dirigía a él se le dibujó una gran sonrisa en la cara y empezó a leer sílaba a sílaba.

Ga-ne un ven-ti-la-dor o-ne-i-vel... -Al escuchar esas palabras se me abrió el cielo. Prácticamente le arranqué el panfleto de las manos a mi hijo, y al ver su cara de confusión le pedí disculpas y le dije que escuchase atentamente, que aquello era algo importante.

Se trataba de un concurso, había que escribir una especie de redacción sobre cómo el ventilador había cambiado la vida de la familia y por qué recomendaría que hubiese uno igual en todos los hogares españoles. El premio, por supuesto, era un ventilador Honeywell modelo C-180-D, el mismo que lucía en nuestro salón y tenía a todas las vecinas encantadas. Los niños se pusieron locos de contentos, como si ya hubiésemos ganado el premio, pero yo les dije que se tranquilizasen y los mandé a su cuarto para que me dejasen concentrarme. Estaba dispuesta a participar en el concurso y si no escribía algo bueno, no íbamos a ganar el ventilador. Doña Josefina, por una vez en su vida, se dio por aludida y se fue a casa para yo que me pusiera manos a la obra. Estaba nerviosísima, no había escrito nada desde que estaba en el colegio, recordaba que no se me daba mal, y que siempre había sacado buenas notas en las redacciones, a pesar de que aquellas no tenían nada que ver con ventiladores ni con cambiar la vida de una familia. Como mucho había escrito sobre el pueblo, los animalitos, lo mucho que quería a mi madre o lo bueno que era Dios con todos los seres. Esto era algo muy distinto, así que antes de arrancarme a escribir debí romper como cuatro o cinco folios, hasta que por fin me vino la inspiración.

Al terminar los chicos y yo nos fuimos corriendo al estanco para comprar un sobre y sellos y enviar la carta lo antes posible. Cuando llegamos al buzón los tres nos miramos como si el echo de enviar aquella carta realmente pudiese cambiar nuestras vidas. La puse en la ranura del buzón, suspiré y pensé que la suerte estaba echada. Abrí la mano para dejarla caer, el silencio era tal que pude escuchar el ruido que hizo el sobre al chocar con el resto de cartas.

Los días que siguieron todo rondaba en torno al concurso. Los niños me pedían las llaves del buzón todas las mañanas para bajar y mirar si había llegado alguna respuesta. Ellos estaban igual de nerviosos que yo, o más, por eso no me atrevía a compartir mi pesimismo, porque yo estaba convencida de que si teníamos respuesta, sería para darme las gracias por participar y decir que lamentaban que no fuese la ganadora.

Pasaron tres semanas desde que enviamos la carta, ya estábamos metidos de lleno en agosto, y prácticamente me había olvidado del asunto del concurso. Pero los niños no, ellos seguían bajando al buzón todos los días, y por fin, el martes diez de agosto de mil novecientos setenta y seis llegó la esperada carta. Pablo y Manuel entraron por la puerta de la casa como el séptimo de caballería, dando voces y saltos de alegría como si hubiesen encontrado un tesoro. El mayor me dio la carta para que la abriese, me temblaban las manos pero yo fingía estar tranquila. Agarré el abrecartas y rompí el sobre con un golpe seco de muñeca. Saqué la carta y empecé a leer intentando disimular que estaba como un flan.

Estimada Señora Concepción Tendero, muchas gracias por haber tomado parte en nuestro concurso -me temblaba la voz, no podía evitarlo, los chicos estaban casi sin respiración, el ventilador daba vueltas en el salón, como un espectador más.- Nos complace informarle que ha sido usted la ganadora de...- En ese momento di un grito que debió de asustar al todo el vecindario, de hecho la señora de enfrente, Doña Francisca, llamó al timbre para ver que no pasaba nada malo. Manuel no pudo contenerse y le contó a la vecina que habíamos ganado un ventilador. La voz se extendió como la pólvora por todo el edificio, y pronto teníamos el salón lleno de cotillas que querían ver la carta. Aquella mañana debí leerla como veinte veces. La que más se alegró fue Doña Josefina, que había sido testigo de primera el día que escribí la redacción.

Cuando Ricardo llegó a casa por la noche, no sé cómo, pero ya sabía que habíamos ganado un ventilador. Supongo que se encontró con algún vecino en el descansillo y le dio la enhorabuena. No quiero ni pensar la cara de tonto que debió quedársele al pobre, porque ni los niños ni yo le habíamos dicho nada del concurso. Ellos porque, convencidos como estaban de que íbamos a ganar, querían que fuese una sorpresa, yo porque pensaba que se burlaría de mi y me diría que aquello era un timo y que no íbamos a ganar nada.

A los cinco días llegó el cartero con un paquete enorme, un Honeywell C-180-D igualito al que teníamos. El resto del verano los cuatro dormimos como marqueses, Ricardo y yo con nuestro “oneigüel”, y los niños con el suyo.

3 de julio de 2012

No sonreír hasta Navidad

Siempre quiso dedicarse a la música, por eso estudió en el Conservatorio y, animada por su madre, en la Escuela de Magisterio, donde se diplomó en esta especialidad. Lo cierto es que nunca había querido ser profesora, no le entusiasmaba la idea enseñar a otros. Tampoco quería ser madre, no sabía cómo podría ocuparse de una vida ajena, cuando a veces ni siquiera podía hacerse cargo de la suya propia. Marta había crecido en una familia con un padre demasiado permisivo, que nunca decía que no a nada, y una madre excesivamente rígida, que quería controlarlo todo. Ella siempre había tenido la impresión de que no era lo suficientemente importante para su padre, ni lo bastante buena para su madre, por eso se desvivía por complacerlos a ambos.

En el Conservatorio había conocido a varios músicos que compartían su pasión por el jazz, juntos habían formado un quinteto, donde ella tocaba el contrabajo y a veces cantaba. Los fines de semana actuaban por los bares de la ciudad, se divertían y ganaban algo de dinero, pero no lo suficiente como para poder independizarse. Necesitaba una fuente de ingresos más estable para empezar a hacer su vida. Al poco de diplomarse, su tía, maestra de toda la vida, le había conseguido una entrevista de trabajo en el colegio de monjas donde ella misma había ejercido hasta que se jubiló. Inicialmente se mostró reacia, pero entre las presiones de la familia y sus ganas de irse de casa, acabó aceptando.

No sabía muy bien cómo, algo debió hacer bien en la entrevista, o tal vez la influencia de su tía era mayor de lo que pensaba, pero el colegio le ofreció un puesto como profesora de música, y ahora se enfrentaba al reto de enseñar a un grupo de niños de primaria. No se sentía preparada en absoluto, no creía que lo que había estudiado en la universidad tuviese una verdadera aplicación práctica. Durante semanas le dio miles de vueltas a la cabeza, repasando mentalmente cómo sería su primer contacto con los alumnos, cómo se presentaría, qué les diría, incluso que ropa llevaría puesta. Pensaba que lo ideal sería actuar como una persona firme pero flexible a la vez, capaz de tratar a los niños como tales, dispuesta a trasladar toda su creatividad al aula. Pero tenía miedo de no estar a la altura, y empezó a creerse incapaz. Finalmente decidió pedir consejo a su tía Catalina, la de la entrevista, maestra de la vieja escuela, que insistió en que disciplina y sobriedad eran las únicas armas con las que contaba si quería hacerse con los alumnos.

Aquellas palabras se le agarraron al cerebro como una garrapata, y cuanto más se acercaba el primer día de trabajo, más confusa se sentía. Quería intentar ser ella misma y a la vez dar la imagen seria que aparentemente le convenía. Miró y remiró en su armario buscando la ropa adecuada para ir metiéndose en el papel, y como nada le convencía, se dejó asesorar por su amiga Sara, que tenía un talento natural para la sobriedad. Fueron de compras y después de mucho dudar optó por un pantalón de lino azul marino y un polo blanco de algodón. Entró al probador, y cuando se miró en el espejo, por unas décimas de segundo, su reflejo se volvió borroso. Parpadeó varias veces, cerró los ojos, y al abrirlos de nuevo la imagen que allí se reflejaba no era la suya propia; le parecía estar viendo a su profesora del colegio, Doña Margarita. Sintió náuseas y un leve mareo, por poco se arranca la ropa de cuajo, se la tira a la cara a la señora del espejo y sale de allí corriendo en bragas, sin mirar atrás. Pero mantuvo la compostura, sabía lo que le convenía, sabía lo tenía que hacer, así que respiró hondo, volvió a la tienda, se acercó a la caja, le entregó su tarjeta de crédito a la dependienta y le dio las gracias a Sara por acompañarla.

No hay de qué - contestó su amiga complacida por haber servido de ayuda. - Ya verás cómo todo va a salir bien, sólo tienes que ser tú misma...

Aquella noche tuvo un sueño. Estaba en un aula llena de niños que parecían interesados en sus explicaciones, escuchaban atentos mientras ella hacía dibujos en la pizarra para ilustrar sus comentarios. Entonces alguien hizo una broma a propósito de sus garabatos, y todos empezaron a reír, incluida la propia Marta, que había sido incapaz de reprimir la risa. De repente todo quedó en silencio, las imágenes comenzaron a sucederse a cámara lenta y las voces a escucharse a escasas revoluciones por minuto. Los niños reían con enormes bocas abiertas como agujeros negros, imparables, señalándola con el dedo índice erguido, apuntándola amenazantes. Ella intentaba decirles que parasen, pero por mucha fuerza que hiciese, no conseguía liberar su voz, que se le había quedado prisionera en la boca del estómago. Agachó la cabeza, se miró a los pies y se dio cuanta de que estaba descalza. Al alzar la mirada la habitación dio un chirriante giro de ciento ochenta grados a su alrededor y todo quedó a oscuras. Marta despertó bruscamente, sin aliento, con la respiración entrecortada y el corazón desbordado.

Por fin llegó el momento, su primer día de trabajo. Entró por la puerta del aula con los labios fruncidos, la mirada severa y el puño derecho bien apretado. En la mano izquierda llevaba un cuaderno al que se aferraba como un párvulo se aferra a la falda de su madre el primer día de colegio. Desde aquel momento, ni una sola vez se olvidó de poner en práctica todos los consejos que su tía le había dado. Y cuando vino la Navidad, no quiso sonreír. Lo consideró inapropiado.