13 de julio de 2012

Honeywell C-180-D

Cómo me iba a imaginar yo la que se me avecinaba aquella mañana de verano allá por el año setenta y seis. Recuerdo que me desperté de buen humor porque mi marido por fin se había decidido a comprar un ventilador de los caros, y hacía ya unas cuantas noches que dormíamos a pierna suelta. Al principio me dio un poco de pena por los dos niños, que se quedaron sin ventilador porque Ricardo había dicho que no teníamos dinero para comprar dos, y que total, él había crecido sin ventiladores y a la vista estaba que no se había muerto. En fin, que mi marido siempre ha tenido las cosas muy claras y no se le ablanda el corazón con facilidad. Cuando llegaba el medio día, el calor empezaba a apretar y mi marido se iba al trabajo, yo me llevaba el “oneigüel” al salón (se escribía Honeywell, pero entonces no se estudiaba mucho inglés y ninguno sabíamos cómo pronunciarlo) y los tres, Pablo, Manuel y yo, pasábamos la mañana divinamente, paseándonos de cuando en cuando por delante del chorro de aire para refrescarnos. Pero cuando llegaba la noche su padre se lo volvía a llevar al dormitorio, y yo me sentía muy culpable porque los niños no tenían uno como el nuestro, y daba vueltas en la cama hasta que me dormía y ya no pensaba en nada.

No hacía ni dos días que teníamos aquel aparato cuando se empezó a correr la voz por el edificio, todas las vecinas querían venir de visita para probar el ventilador, y se volvían a sus casas encantadas de la vida, deseando contarle a sus maridos, a ver si los convencían para que comprasen uno igual. Un día bajó Doña Josefina, la del tercero izquierda, con un lápiz y un papel para apuntar bien la marca y no confundirse cuando fuese a la tienda a pedir el mismo. Como ella era tan maniática, no se conformó con escribir el nombre, sino que quiso que le enseñase la caja para asegurarse bien de que compraba el modelo adecuado. Y yo, por no darle un disgusto a la mujer, agarré la escalera y me subí al altillo en busca de la caja. Los niños sujetaban la escalera para que no me cayese, pero yo, torpe como soy, al intentar darle la caja a Pablo desde lo alto, me tambaleé y la caja salió volando por los aires y fue a parar a la cabeza de Doña Josefina, que andaba por allí pendiente del espectáculo.

¡Uy, por Dios, Conchita, hija, qué susto! ¡Y qué golpe! -gritó la pobre mujer, y yo sofocada, bajé de la escalera como una flecha y fui a comprobar que no le había hecho nada.

Ay, Doña Josefina, cómo lo siento, mire que soy torpe. Anda, siéntese en el salón que con el airecito del ventilador seguro que enseguida se la pasa el susto. Voy a la cocina a traerle un vaso de agua. 

Me fui rápidamente a la cocina a por el agua. Con todo el jaleo no me había dado cuenta que al caerse la caja, habían salido despedidos un par de folletos que los niños habían recogido del suelo. Volví al salón y escuché como los chicos se los leían a la vecina, que seguía empeñada en informarse a fondo sobre el dichoso ventilador.

Aquí dice que el ventilador “oneigüel” es un aparato moderno de primera categoría que cambiará la vida de toda la familia. Gracias a sus potentes aspas genera una corriente de aire fresco capaz de refrigerar inmediatamente una habitación de tamaño mediano. -Recuerdo que me sentí orgullosa de lo bien que leía Pablo, que ya tenía ocho años. Entonces miré al pequeño, que esperaba turno con su papel en la mano.

¿Y qué dice tu folleto, Manu? -Al ver que me dirigía a él se le dibujó una gran sonrisa en la cara y empezó a leer sílaba a sílaba.

Ga-ne un ven-ti-la-dor o-ne-i-vel... -Al escuchar esas palabras se me abrió el cielo. Prácticamente le arranqué el panfleto de las manos a mi hijo, y al ver su cara de confusión le pedí disculpas y le dije que escuchase atentamente, que aquello era algo importante.

Se trataba de un concurso, había que escribir una especie de redacción sobre cómo el ventilador había cambiado la vida de la familia y por qué recomendaría que hubiese uno igual en todos los hogares españoles. El premio, por supuesto, era un ventilador Honeywell modelo C-180-D, el mismo que lucía en nuestro salón y tenía a todas las vecinas encantadas. Los niños se pusieron locos de contentos, como si ya hubiésemos ganado el premio, pero yo les dije que se tranquilizasen y los mandé a su cuarto para que me dejasen concentrarme. Estaba dispuesta a participar en el concurso y si no escribía algo bueno, no íbamos a ganar el ventilador. Doña Josefina, por una vez en su vida, se dio por aludida y se fue a casa para yo que me pusiera manos a la obra. Estaba nerviosísima, no había escrito nada desde que estaba en el colegio, recordaba que no se me daba mal, y que siempre había sacado buenas notas en las redacciones, a pesar de que aquellas no tenían nada que ver con ventiladores ni con cambiar la vida de una familia. Como mucho había escrito sobre el pueblo, los animalitos, lo mucho que quería a mi madre o lo bueno que era Dios con todos los seres. Esto era algo muy distinto, así que antes de arrancarme a escribir debí romper como cuatro o cinco folios, hasta que por fin me vino la inspiración.

Al terminar los chicos y yo nos fuimos corriendo al estanco para comprar un sobre y sellos y enviar la carta lo antes posible. Cuando llegamos al buzón los tres nos miramos como si el echo de enviar aquella carta realmente pudiese cambiar nuestras vidas. La puse en la ranura del buzón, suspiré y pensé que la suerte estaba echada. Abrí la mano para dejarla caer, el silencio era tal que pude escuchar el ruido que hizo el sobre al chocar con el resto de cartas.

Los días que siguieron todo rondaba en torno al concurso. Los niños me pedían las llaves del buzón todas las mañanas para bajar y mirar si había llegado alguna respuesta. Ellos estaban igual de nerviosos que yo, o más, por eso no me atrevía a compartir mi pesimismo, porque yo estaba convencida de que si teníamos respuesta, sería para darme las gracias por participar y decir que lamentaban que no fuese la ganadora.

Pasaron tres semanas desde que enviamos la carta, ya estábamos metidos de lleno en agosto, y prácticamente me había olvidado del asunto del concurso. Pero los niños no, ellos seguían bajando al buzón todos los días, y por fin, el martes diez de agosto de mil novecientos setenta y seis llegó la esperada carta. Pablo y Manuel entraron por la puerta de la casa como el séptimo de caballería, dando voces y saltos de alegría como si hubiesen encontrado un tesoro. El mayor me dio la carta para que la abriese, me temblaban las manos pero yo fingía estar tranquila. Agarré el abrecartas y rompí el sobre con un golpe seco de muñeca. Saqué la carta y empecé a leer intentando disimular que estaba como un flan.

Estimada Señora Concepción Tendero, muchas gracias por haber tomado parte en nuestro concurso -me temblaba la voz, no podía evitarlo, los chicos estaban casi sin respiración, el ventilador daba vueltas en el salón, como un espectador más.- Nos complace informarle que ha sido usted la ganadora de...- En ese momento di un grito que debió de asustar al todo el vecindario, de hecho la señora de enfrente, Doña Francisca, llamó al timbre para ver que no pasaba nada malo. Manuel no pudo contenerse y le contó a la vecina que habíamos ganado un ventilador. La voz se extendió como la pólvora por todo el edificio, y pronto teníamos el salón lleno de cotillas que querían ver la carta. Aquella mañana debí leerla como veinte veces. La que más se alegró fue Doña Josefina, que había sido testigo de primera el día que escribí la redacción.

Cuando Ricardo llegó a casa por la noche, no sé cómo, pero ya sabía que habíamos ganado un ventilador. Supongo que se encontró con algún vecino en el descansillo y le dio la enhorabuena. No quiero ni pensar la cara de tonto que debió quedársele al pobre, porque ni los niños ni yo le habíamos dicho nada del concurso. Ellos porque, convencidos como estaban de que íbamos a ganar, querían que fuese una sorpresa, yo porque pensaba que se burlaría de mi y me diría que aquello era un timo y que no íbamos a ganar nada.

A los cinco días llegó el cartero con un paquete enorme, un Honeywell C-180-D igualito al que teníamos. El resto del verano los cuatro dormimos como marqueses, Ricardo y yo con nuestro “oneigüel”, y los niños con el suyo.

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