3 de julio de 2012

No sonreír hasta Navidad

Siempre quiso dedicarse a la música, por eso estudió en el Conservatorio y, animada por su madre, en la Escuela de Magisterio, donde se diplomó en esta especialidad. Lo cierto es que nunca había querido ser profesora, no le entusiasmaba la idea enseñar a otros. Tampoco quería ser madre, no sabía cómo podría ocuparse de una vida ajena, cuando a veces ni siquiera podía hacerse cargo de la suya propia. Marta había crecido en una familia con un padre demasiado permisivo, que nunca decía que no a nada, y una madre excesivamente rígida, que quería controlarlo todo. Ella siempre había tenido la impresión de que no era lo suficientemente importante para su padre, ni lo bastante buena para su madre, por eso se desvivía por complacerlos a ambos.

En el Conservatorio había conocido a varios músicos que compartían su pasión por el jazz, juntos habían formado un quinteto, donde ella tocaba el contrabajo y a veces cantaba. Los fines de semana actuaban por los bares de la ciudad, se divertían y ganaban algo de dinero, pero no lo suficiente como para poder independizarse. Necesitaba una fuente de ingresos más estable para empezar a hacer su vida. Al poco de diplomarse, su tía, maestra de toda la vida, le había conseguido una entrevista de trabajo en el colegio de monjas donde ella misma había ejercido hasta que se jubiló. Inicialmente se mostró reacia, pero entre las presiones de la familia y sus ganas de irse de casa, acabó aceptando.

No sabía muy bien cómo, algo debió hacer bien en la entrevista, o tal vez la influencia de su tía era mayor de lo que pensaba, pero el colegio le ofreció un puesto como profesora de música, y ahora se enfrentaba al reto de enseñar a un grupo de niños de primaria. No se sentía preparada en absoluto, no creía que lo que había estudiado en la universidad tuviese una verdadera aplicación práctica. Durante semanas le dio miles de vueltas a la cabeza, repasando mentalmente cómo sería su primer contacto con los alumnos, cómo se presentaría, qué les diría, incluso que ropa llevaría puesta. Pensaba que lo ideal sería actuar como una persona firme pero flexible a la vez, capaz de tratar a los niños como tales, dispuesta a trasladar toda su creatividad al aula. Pero tenía miedo de no estar a la altura, y empezó a creerse incapaz. Finalmente decidió pedir consejo a su tía Catalina, la de la entrevista, maestra de la vieja escuela, que insistió en que disciplina y sobriedad eran las únicas armas con las que contaba si quería hacerse con los alumnos.

Aquellas palabras se le agarraron al cerebro como una garrapata, y cuanto más se acercaba el primer día de trabajo, más confusa se sentía. Quería intentar ser ella misma y a la vez dar la imagen seria que aparentemente le convenía. Miró y remiró en su armario buscando la ropa adecuada para ir metiéndose en el papel, y como nada le convencía, se dejó asesorar por su amiga Sara, que tenía un talento natural para la sobriedad. Fueron de compras y después de mucho dudar optó por un pantalón de lino azul marino y un polo blanco de algodón. Entró al probador, y cuando se miró en el espejo, por unas décimas de segundo, su reflejo se volvió borroso. Parpadeó varias veces, cerró los ojos, y al abrirlos de nuevo la imagen que allí se reflejaba no era la suya propia; le parecía estar viendo a su profesora del colegio, Doña Margarita. Sintió náuseas y un leve mareo, por poco se arranca la ropa de cuajo, se la tira a la cara a la señora del espejo y sale de allí corriendo en bragas, sin mirar atrás. Pero mantuvo la compostura, sabía lo que le convenía, sabía lo tenía que hacer, así que respiró hondo, volvió a la tienda, se acercó a la caja, le entregó su tarjeta de crédito a la dependienta y le dio las gracias a Sara por acompañarla.

No hay de qué - contestó su amiga complacida por haber servido de ayuda. - Ya verás cómo todo va a salir bien, sólo tienes que ser tú misma...

Aquella noche tuvo un sueño. Estaba en un aula llena de niños que parecían interesados en sus explicaciones, escuchaban atentos mientras ella hacía dibujos en la pizarra para ilustrar sus comentarios. Entonces alguien hizo una broma a propósito de sus garabatos, y todos empezaron a reír, incluida la propia Marta, que había sido incapaz de reprimir la risa. De repente todo quedó en silencio, las imágenes comenzaron a sucederse a cámara lenta y las voces a escucharse a escasas revoluciones por minuto. Los niños reían con enormes bocas abiertas como agujeros negros, imparables, señalándola con el dedo índice erguido, apuntándola amenazantes. Ella intentaba decirles que parasen, pero por mucha fuerza que hiciese, no conseguía liberar su voz, que se le había quedado prisionera en la boca del estómago. Agachó la cabeza, se miró a los pies y se dio cuanta de que estaba descalza. Al alzar la mirada la habitación dio un chirriante giro de ciento ochenta grados a su alrededor y todo quedó a oscuras. Marta despertó bruscamente, sin aliento, con la respiración entrecortada y el corazón desbordado.

Por fin llegó el momento, su primer día de trabajo. Entró por la puerta del aula con los labios fruncidos, la mirada severa y el puño derecho bien apretado. En la mano izquierda llevaba un cuaderno al que se aferraba como un párvulo se aferra a la falda de su madre el primer día de colegio. Desde aquel momento, ni una sola vez se olvidó de poner en práctica todos los consejos que su tía le había dado. Y cuando vino la Navidad, no quiso sonreír. Lo consideró inapropiado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario